Las primeras luces del día despertaban a los vecinos mientras Pepa ya escribía el menú de tapas en el pizarrón: banderitas de atún y queso, caballa a lo moruno, cazón en adobo, jibia en salsa, pulpo al ajillo, tabernero, chorizo y jamón...
Para sofisticados los platillos, mas no el lugar: tenía una construcción sencilla. Ahí había poco más que loza, concreto y ladrillos con una leve mano de cal, un techado de cañas y una puerta metálica sin pintura ni minio.
Era la única construcción que había a pie de playa y, junto a una chumbera y unas pocas barcas, el único horizonte que se veía desde la bahía hacia el mar.
Era el lugar donde habríamos de pintar unos lunares azulados y enormes donde se encontraría su nombre en el mero soportal: Aguamarina.
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