Desde muy pequeño tenía un arte especial con el tirachinas, era una lástima que no fuera deporte olímpico pues se podría haber hecho un tirachinas de oro con las medallas ganadas. También es verdad que no tenía mucha sensibilidad por las ventanas de los edificios, ni las hojas de los árboles ni, en general, por ningún objetivo que se le pusiera a la vista.

El tirachinas era su ilusión, su motivación de cada tarde y lo que le hacía superarse a sí mismo día tras día. No era agresividad ni “mala leche”, era tenacidad, afinamiento y, a la vez, entretenimiento. Al fin y al cabo no hacía daño a nadie, pero yo entonces no lo veía. ¿Quién era yo para quitarle esa ilusión? ¿Quién era yo para privarle de su infancia? Ahora me arrepiento de no haber aprovechado su afición para su crecimiento, ahora me arrepiento de haberle prohibido su más preciado tesoro.

No recuerdo verlo tan feliz como el otoño en el que su padre se lo regaló. Pero ahora, aunque es mayor y supongo que no lo usará tanto como antes, buscaré en el baúl de las cosas viejas y mi hijo volverá a tener su tirachinas. Aunque no le devolveré su infancia, me alegrará ver de nuevo la felicidad en su mirada, y poder disculparme de mis injusticias basadas en las leyes del qué dirán y del haz lo que yo diga, imponiéndole sus gustos e intereses. Él solito me enseñó a ser mejor madre al convertirse en un gran padre, por lo que le estaré eternamente agradecida.

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