Supe que te acercabas a mí por el dulce escalofrío que sacudió mi piel. Incliné hacia atrás la cabeza para que mi pelo te rozase al llegar.

Respiré hondo y cerré los ojos al sentir tu presencia, tu calor.

Posaste tus manos sobre mis hombros y presionaste, levemente, tu torso contra mi espalda. Un hormigueo recorrió mi vientre y bajó hasta mis muslos, tensándolos; contuve la respiración, permanecí así, sin prisa, equilibrando el vértigo, el temor y el deseo.

Acariciaste suavemente mis brazos, lentamente bajaste hasta mi cintura, y despacio, sin dejar de tocarme, te detuviste en las caderas. Las sujetaste con firmeza y tiraste de ellas, hacia ti, con fuerza. Mordí mis labios e inspiré profundamente. Mi corazón estaba a punto de estallar. 

Por un segundo rocé tu cuerpo y entonces tú me impulsaste de tal modo que, al abrir los ojos, me perdí volando en el azul del cielo y no pude evitar un gemido de placer cuando, al caer desde lo alto, me volviste a enviar a las nubes empujando, de nuevo,  el columpio.

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